A las personas que mueren y son reanimadas por algún tipo de brujería
las llamamos zombis; cadáveres que han vuelto a la vida, muertos vivientes. Algunos,
incomprensiblemente, lejos de considerarse cuerpos sin alma, se esfuerzan en
formar parte de las familias. Esa cercanía que despiertan en nosotros puede que
también se deba a algún tipo de magia. Lo cierto es que las historias que se
cuentan a través de la cultura popular han extendido creencias exageradas y
fantasmagóricas al respecto. El argumento que yo postulo, por mi experiencia,
es que son humanos normales, algo pestilentes, pero con las mismas propiedades
físicas que tenemos nosotros. Sus estados mentales –eso sí lo corroboro– no
presentan conciencia, ni sensación de dolor ni empatía. Sin embargo, en las
casas, funcionan muy bien como sirvientes; pueden amaestrarse como autómatas
capaces de realizar las tareas domésticas. Obedecen en todo, incluso, si se les
pide, pueden asearse diariamente para anular su hedor mortecino. Yo los
recomiendo en cualquier hogar; no encontraréis mucha diferencia con algunos
humanos desanimados que han perdido la voluntad y la capacidad de amar.
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