Con un bolígrafo y un papel me enredo en mi ignorancia, en mis
pensamientos, en la voz que me habla, y dejo que me dicte sin pensar en el
ridículo porque lo que es saber, no sé nada. Escupo frases, palabras nuevas,
una idea que de repente surge y luego se enlaza con otra, como un cadáver
exquisito que se mezcla sin buscar el sentido. Solo conviene afilar la sorpresa,
el desconcierto, y escribir lo que sea, unas doscientas palabras al día. Me
dicen que parezco sensato, maduro, consecuente con lo que escribo. Y yo me río.
Me rebozo en el suelo haciendo la croqueta y luego me tiro un pedo. Qué más da
todo. «Soy artista», les digo. «Ah, vale… un bohemio», exclaman entendiéndolo todo.
Entonces me pongo serio, circunspecto. Les digo que preferiría ser un anciano
que toma el fresco sentado en una silla de mimbre, bajo el cálido cobijo de un
olivo, satisfecho de lo que ha vivido y de saber de lo que sabe. Ellos sí que
son sabios; igual que los árboles que permanecen arraigados a la tierra durante
siglos. Oyen, ven y callan. Pertenecen de verdad a un territorio, a un sitio, antes
de que la estupidez humana apareciera para talarlos. Si digo lo que digo es
porque, en realidad, nosotros no somos nadie. ¿Verdad que hacemos demasiado
ruido?
No hay comentarios:
Publicar un comentario