Después de darle muchas vueltas a la cabeza, lanzo una moneda para
decidirme por una de las dos opciones. Decido solucionar el dilema con
calderilla, sí, con una monedita de dos céntimos; no tengo nada más en la
cartera. La coloco sobre la uña de mi pulgar derecho y, ayudado por la yema de
mi dedo índice, la impulso hacia arriba. La sigo con la mirada. Al caer al
suelo no hace ni ruido, se queda de canto y va rodando por la cocina hasta que
se detiene debajo de la mesa donde desayuno. Aguanta ahí, de pie, sin
determinarse.
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