La única verdad que decía era cuando llegaba a su domicilio. Pulsaba el
botón del portero automático y, al oír la voz de su mujer preguntando quién era,
decía: «soy yo». Con el frío en sus palabras y la mentira como bandera, se pasaba
días fuera de casa. Adicto a las tinieblas, la delincuencia y a las tretas. No
era un ejemplo de persona, de eso no cabía duda. Era un ser mezquino que no
merecía vivir en una casa tan confortable como aquella; con todas las
comodidades y una familia que, por fin, esa noche dejó de ser buena.
Con un personaje así hasta el más santo acaba por no serlo.
ResponderEliminarMuy original, Sergi.
Un abrazo