Hay
familias que no se hablan por razones que, al parecer, son lo suficientemente
significativas como para mantenerse en esa postura cerrada durante lo que les
queda de vida. Ni la conciencia ni el sentido común ni el paso del tiempo
consiguen descongestionar esa absurda y obtusa posición. Nadie baja del burro. «Dialogad,
hablad…», les aconseja la gente que les quiere con el fin de desatascar esa
tensa situación. Pero no funciona. No se soluciona nada. Están en modo Pit Bull
y no llegan a ninguna alianza que les una. «Tranquilos», dicen ellos. «No os
preocupéis; que cada uno vaya por su lado». Y, al final, esa es la actitud irreversible
que se respira en una comunidad cercana.
Si eso ocurre en marcos territoriales
pequeños –por ejemplo en el seno de una familia–, cómo podemos exigir a unos lamentables
políticos que arreglen la situación controvertida de un país por medio de un
método dialogante, si nosotros, a pequeña escala, tampoco sabemos hacerlo. Es
la complejidad de la condición humana lo que deberíamos poner en tela de
juicio. Por eso entiendo como algunos prefieren amar profundamente y de manera
incondicional a los animales.
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