Mi padre esconde melones y sandias debajo de la cama. En un lugar
fresco y oscuro, le aconsejaron. Pues ahí los tiene; ese es su escondrijo. Los he
contado. Catorce melones y once sandias. Está alucinado. Creo que mi madre no
lo sabe. En verano, cada dos o tres días, circula por las calles una especie de
carricoche cargado con centenares de ellos. Qué alegría tiene. El singular ruido
que emite el motor de ese destartalado vehículo es suficiente para que su
expresión gastada se convierta en una mueca pimpante que da luz a su cara. El conductor
toca la bocina varias veces –¡mocki-mocki!– y, a través de un megáfono que
amplifica su voz, exclama: «El meloneeeeeroooooooo». Mi padre se asoma a la
ventana con la ilusión de un niño el día de su cumpleaños y grita:
¡Bajooooooooo! El vendedor, descamisado y con una panza similar al producto que
vende, saca la mano por la ventanilla, como diciendo: «¡Venga, va, te espero!» Mi
padre, raudo y veloz como pocas veces le he visto, baja las escaleras y se
planta en la calle resollando por el esfuerzo. Observo la transacción desde lo
alto. El señor barrigudo, el comerciante, prácticamente igual de rechoncho que
mi padre, ya ha descargado las cajas. No deja que la calle se embotelle. Mi
padre le paga. Lo arreglan rápido. Se dan la mano, y un abrazo. Se nota que hay
una excelente relación y están bien coordinados. Luego, como si me intuyera, alza
la vista y me descubre observando sus
trapicheos. Me hace un gesto con la mano, como diciendo: «Baja y ayúdame con
esto».
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