Antes
me bebía el agua de los floreros y el agua de lluvia. Ahora, debido a los
cambios acontecidos, estoy debajo de esta gigantesca gata verde, mamando ansioso
en una de sus tetillas. Qué leche más buena tiene. Es tibia, sabrosa como un
helado de nata, mucho mejor que el líquido del cielo. Chupeteo suavemente, firme,
sin rozarle mi descomunal dentadura. La dejaré seca, aunque sus crías me miren de
reojo, recelosas, enganchadas como yo a sus rosadas ubres que emanan gloria. Me
figuro que se preguntaran quién es este ser macilento y barbudo que, como
ellas, posee afiladas garras.
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