Los
seres con los que tropezamos cada verano no son de este mundo. Nos asombra la
fidelidad fervorosa que tienen por nuestro territorio y, aun así, los repudiamos
cada año. Carecen de conciencia y sentido común y muchos son maleducados. Se
esconden tras una cámara fotográfica o un móvil de última generación: les
encanta sacar instantáneas. Comen poco; bocatas, pipas y algún combinado, y
suelen tener la piel quemada por el sol: se tumban en la arena de nuestras
playas cuando resulta insoportable. No guardan recuerdos, solo souvenirs y
fotos. Nunca han nacido. Por eso viajan e inmortalizan singulares amaneceres.
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