El escritor que
descubría el mundo cada cinco minutos padecía sequía creativa. Las veces que se
le secaba la cabeza y no encontraba alternativas, un dolor lacerante y opaco se
le incubaba en el cuerpo. Se despertaba nervioso, con miedo a no imaginar cómo
es debido. Y, para recuperarse, no le valían las pastillas ni los remedios
caseros, solo las palabras dichas con gracia. Tenía entendido que provocando el
bostezo se abrían los oídos, y el aire cimbreante que entraba lo aliviaba todo,
pues se metía directo en las pupilas y éstas, al dilatarse, otorgaban visiones nuevas
de la vida.
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