No sabía que le
había golpeado en la nuca, aunque poco importaba; ya conocía el infinito. Sin
embargo, dudaba tanto de su propia existencia que prefería ser prudente y no
hablar a nadie de tan excelsa sensación. Solo sonreía y bostezaba; y suspiraba
por cada cosa que hacía. Se paseaba como un autómata. De aquí para allá; sin
descanso. Hasta que su estómago le pedía alimento. Entonces, entraba en un bar
y pedía unos macarrones con tomate, que se desparramaban por el suelo a medida
que los engullía. Se encogía avergonzado y miraba a los lados, de reojo. Apenas
existía.
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