La señora llevaba
una bolsa de plástico llena de fruta cortada en porciones. Parecían trozos de
manzana, pera, melocotón… Estaban tan oxidados que habían tomado un color feísimo.
Se acercó a mí masticando con la boca abierta y moviendo la bolsa con ademan de
ofrecerme.
–¿Quieres?
–No, gracias –le
dije
–¡Coge, hombre, se
te van los ojos! –insistió
–Qué no, gracias –le
reiteré.
Supongo que
advirtió mi cara de asco. Su mirada se volvió siniestra. El cielo, que brillaba,
se cubrió de oscuros nubarrones, y, en los nuevos detalles, observé como la
sombra de aquella señora adoptaba una apariencia sobrecogedora.
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