La artista se anudó un pañuelo
blanco en la cabeza con dos ramitas de romero simulando unas antenitas
marcianas, se arremangó la falda manchada de pintura hasta la cintura y, con
naturalidad, mostró al público asistente y a los medios de comunicación una suculenta
manzana roja. Se dispuso a presentar su exposición en una reconocida galería de
la ciudad, pero antes de empezar a hablar y explicar su eclosión artística, serpenteó
la fruta con cierta impudicia alrededor de sus braguitas de punto de cruz que quedaron
al descubierto. Luego, se llevó la manzana a los labios, la mordisqueó salvajemente
e inició el discurso con la boca atiborrada de su jugosa carne blanca. Barboteó
palabrería ininteligible a la vez que escupía trocitos de fruta; su lenguaje, sin
embargo, aportó la comprensión de un pensamiento excelso y divino; la
terminología lingüística elegida proporcionó las pautas básicas para adentrarse
sin prejuicios hacia el delirante proceso creativo de su pletórica experiencia
plástica, capaz de conmocionar incluso a los que no entendieron nada de nada.
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