Las lágrimas facilitaron la
expulsión de unas diminutas esferas al brotarle de la carúncula de su ojo
izquierdo. Las bolitas rodaron inquietas por todo su cuerpo hasta arracimarse
todas bajo su barbilla. El señor que sufría esa extraña alteración vestía
únicamente con un altísimo sombrero de copa. Oteaba bien los gránulos formados
y dibujaba con sus labios una mueca pícara, como complacido por aquella efervescencia
cutánea. Con las yemas de sus dedos palpaba delicadamente esos bultitos
cristalinos rellenos de un líquido azul fosforescente. Empezó a pellizcar sus
finas membranas. Las reventó con suma facilidad. El fluido empezó a desprenderse
y a caer por las cuencas de su busto moreno hasta empapar el vello púbico y su flácido
sexo. Me quedé mirándolo un buen rato. Empezó a moverse. Funcionaba. Aquello
empezaba a tomar forma.
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