A las parejas felices se las
distingue fácilmente. Los domingos se arreglan y van a comer al restaurante. Un
rato antes, dan un paseo y se sientan en una terracita junto a la playa para
hacer el vermut. Sus hijos se entregan a los juegos que tienen instalados en el
iPhone. El padre, con la excusa de ir a comprar el periódico, tiene un
detalle con su mujer y la sorprende con una rosa. Ella queda encantada y, delante
de todos, muestra un desmesurado entusiasmo que revela evidentes signos de
estar haciendo un poco el paripé. «Mi amor, te quiero, te quiero…» exclama
animosa una y otra vez. Se dan un beso interminable y, después, no paran de sonreírse,
de achucharse, de acariciarse las mejillas con ojitos de dulce gatito, de comerse
la oreja con arrullos... Brindan con la copita de cava que se están tomando, sorben
un poco y, sin dejar de mirarse, vuelven al besuqueo, al acaramelamiento y al
regocijo de sucesivas acciones que, descaradamente, son más fogosas y lascivas.
No les importa que la gente les mire; se sienten felices, disfrutan del magnífico
día, de sus inabarcables muestras de cariño y, como todo les parece maravilloso,
gozan incluso del sofoco de sus chiquillos, que por nada del mundo desean levantar
la mirada de la pantalla.
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