Estar atado a un horario por
placer y sentirse dominador del tiempo era algo muy típico en la gente mayor.
Don Francisco no era una excepción. Estaba jubilado y necesitaba programar su
tiempo para estar pendiente de su libertad. Miraba el reloj y ya sabía que debía
hacer. El almuerzo, la comida y la cena, eran las claves de todo, por lo que
doña Gabriela, su esposa, debía esmerarse en ser metódica. La puntualidad y el
orden eran su razón de ser. Le obsesionaba el parte meteorológico del mediodía,
la partida con los amigos después de comer, el caliqueño y la copa de pacharán,
la entrada de las barcas en el puerto, el paseo rutinario para revisar las
obras del pueblo y, caída la tarde, a eso de las siete, la charla con los amigos
en el estanque del parque. En ese orden y a su debida hora don Francisco llenaba
los días del invierno. Los veranos eran algo más descontrolados. Venían sus
hijos y nietos de Madrid a pasar las vacaciones y no podía organizar prácticamente
nada con tanta gente en casa. Bueno, algo sí. Se levantaba a las siete en punto
de la mañana y bajaba a la playa norte a plantar la sombrilla y varias hamacas.
A las diez bajaban ellos.
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