Mi creencia fue que Luis estaba
poseído. Un día, bajando juntos por el ascensor, me comentó que oía voces que
le perturbaban, que en su casa merodeaban presencias y, en más de una ocasión, había
sentido la necesidad de autoagredirse. Me hice el loco y le dije, desestimando
aquella sentida confesión, que todos podíamos tener un mal día. Él se dio
cuenta enseguida de mi indiferencia, por lo que bajó la mirada avergonzado y, algo
retraído, permaneció callado hasta que se abrieron las puertas y nos
despedimos. Vivíamos los dos en el ático; él en el A y yo en el B. Nunca nos
habíamos molestado. Vivía solo, era un buen vecino, educado y silencioso. Hasta
el otro día, que su casa empezó a retumbar a causa de ruidosos impactos. La
curiosidad me llevó a apoyar la oreja en el tabique común de nuestras viviendas
para deducir qué demonios estaba pasando al otro lado. Se oían golpes
secos y rotundos tras una breve correndilla. Daba la impresión de que arremetía
contra la pared. Así me lo imaginaba, embistiéndola como un toro bravo una y
otra vez, totalmente ido. Podía parecer una locura, pero así fue. Tras un buen
rato de encontronazos, el más enérgico y desmedido acabó abriendo un enorme boquete
que invadió mi espacio, mi apartamento. Su ensangrentada testa quedó empotrada
en la pared de mi comedor; colgada como un trofeo de caza. Me miró derrotado,
echando espuma por la boca. Estaba
exánime, a punto de desmayarse; y yo, como la última vez que coincidimos, volví
a hacerme el loco y le dije que no se preocupara, que todos podíamos tener un
mal día.
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