Durante los días asfixiantes de
calor solo apetece refrescarse y pasar el día lo mejor posible. Las puertas
correderas del supermercado se abren ante mí y el impacto gélido del aire
acondicionado me resulta gloria bendita. Cojo un carro grande y doy varias
vueltas de reconocimiento. Siguen con las obras de ampliación en su interior, por
lo que recorrer la superficie cuesta bastante más. No importa; mejor aún. Las dependientas
son un encanto, conversan conmigo sobre chascarrillos del barrio, y lo hacen
muy a gusto porque a la hora que voy no tienen demasiado trabajo. Después de la
cháchara, sigo por el laberinto de calles buscando las cámaras frigoríficas. Mi
objetivo es meter la cabeza en la niebla glaciar que desprenden esas enormes
neveras; eso me espabila, me activa. Luego, me detengo en la pescadería. No
compro nada, únicamente hundo mis manos en el hielo picado con el permiso de la
encargada. Es tan refrescante… Me tientan todos los perfumes y, como una es coqueta,
paso un buen rato en la perfumería probando las fragancias más frescas. El
carro acaba lleno de productos que he ido cogiendo al azar de las estanterías
y, cuando soy consciente del verdadero motivo por el que he venido, miro el
reloj. Son las nueve. Por megafonía anuncian que van a cerrar las puertas en
media hora. El tiempo justo para recolocarlo todo en su sitio y salir pitando.
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