El día que el único superviviente
del fatídico accidente de tráfico decidió que ya no podía soportar más aquella dichosa
suerte, esperó a que cayera la noche. Se emborrachó como nunca y empezó a despojarse
de su vestimenta. La dispuso como pudo en el viejo perchero de seis brazos del recibidor,
colgó la gabardina y los pantalones y arrojó el amasijo de las demás prendas en
la parte superior, modelándose fortuitamente un capirote ovalado. Su estado le
permitió ver en las dobleces el inconfundible perfil de su querida esposa. La
contempló esperanzado. Y tras el disparo, ya estaba con ella.
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