Me encantaba visitar el museo de
mis propios despojos en una pequeña planta baja que mi siniestra familia había
alquilado. Con muy buen criterio dividieron la exposición en tres partes bien diferenciadas:
cabeza, tronco y extremidades. Y siguiendo ese circuito anatómico, en sus respectivas
vitrinas podías encontrarte la extirpación de mis ojos, lengua y orejas, mis
sesos diseccionados y mi calavera. A continuación, aún llenos de sangre, mis
pulmones, vesícula, estómago, hígado e intestinos. Y al final, desmembrado por
completo, mis brazos y mis piernas con las manos y los pies amputados. Una
auténtica carnicería para cualquiera que estuviera vivo.
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