Un señor bien vestido se desplomó
delante de mí mientras cruzábamos el paso de cebra. Me interesé por su estado, enseguida
lo atendí, pero no reaccionaba. Fingí ser médico. Le tomé el pulso y palpé su
cuerpo inmóvil. Los vehículos se detuvieron y la gente se remolinó a mí
alrededor observando mis maniobras de reanimación. Me agobié ante la expectación
y les pedí que llamaran a una ambulancia. El revuelo permitió que deslizara con
más serenidad mi mano en la parte interior de su elegante chaqueta, luego me
incorporé al grupo y, con naturalidad, desaparecí de allí con la cartera.
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