Tenía una hiena como mascota. La
llamaba “Demoníaca” porque era muy temida por los habitantes del pueblo.
Devoraba todo lo que caía entre sus fauces pero, aun así, no era carroñera como
la solían llamar algunos indeseables, sino una fabulosa cazadora. Toda la carne
que consumía se la ganaba peleando.
Cada vez que salíamos a pasear nos
sentíamos amenazados, era impetuosa y se volvía loca con la gente. Yo la
sujetaba como podía con la correa, aguantando su bestial empuje, y cuando
emitía su peculiar carcajada histérica entendía que debía soltarla en la
plazuela para que calmara su voraz apetito.
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