Cuando el podólogo descubrió horrorizado los pies
de su prometida, se juró a si mismo que los transformaría. Un día, protegido
con mascarilla y guantes, se dispuso a limpiarlos concienzudamente en una solución
de sosa caustica, deshaciendo en pocas horas la costra roñosa que los recubría
y reblandeciendo al mismo tiempo sus pétreas callosidades. Luego los frotó con
una esponja de alambre y perfiló con piedra pómez la forma podal característica.
Cortó sus uñas enroscadas con una sierra de calar, las limó con lija del siete y
acabó escarbando entre ellas con un palillo para extraer la fétida plastilina
negra.
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