El joven que entendía la realidad
como un flirteo con la locura, buscaba rincones acogedores en los jardines para
sentarse sobre la hierba y abandonarse al delirio de sus pensamientos. En casa
hacía lo mismo, aunque el lugar destinado para el disparate era la cocina. Abría
la nevera y observaba su contenido un buen rato, como esperando extraer alguna
solución a las dudas que le asaltaban. Llenaba su cabeza de tantas cuestiones
absurdas que, al final, su insensatez le llevó a solucionar uno de sus
estúpidos dilemas estirando la frondosa barba del señor que siempre se
encontraba en el supermercado.
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