El artista instruido siempre
lleva consigo algún apero de labranza por si aparecen las obsesiones. Cuando lo
hacen, cava surcos y las entierra sin atender a su naturaleza perniciosa; las
riega y espera a que broten en algo mejor. Si no lo hacen, si crecen torcidas, las
muele a palos con su azada y utiliza sus desechos como abono para otras creaciones.
De esta manera, reciclando sus temores, su cosecha de delirios no deja espacio
a las malas hierbas, y lo que antes enraizaba en un estado vano y depresivo ahora
convierten al artista en la alegría de la huerta.
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