Cuando los velatorios se hacían
en las casas –y no en las actuales salas preparadas de los tanatorios– me
gustaba acudir a velar al muerto; no tanto por el ambiente de adoración que prevalecía
alrededor del féretro y los conmovedores lamentos que se proclamaban al difunto
haciéndote saltar las lágrimas, sino por la compensación que suponía estar allí.
Tras aguantar todo el día con la mirada lánguida, los familiares te mostraban
su afecto, agradecían que estuvieras con ellos en esos momentos tan duros y, lo
mejor de todo, te ofrecían un buen tazón de caldo calentito y algo de comer.
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