Faustino se convirtió en cabra
porque estaba cansado de la vida que llevaba. Se levantaba a las siete, abría
la cafetería que tenía a escasos metros de casa y allí aguantaba a la latosa concurrencia.
Los clientes más exigentes no aceptaron el cambio, pues, aquella monstruosa apariencia
de chivo y su molesto balar a la hora de atenderles, no era para nada de su
agrado. La situación provocó que otros fenómenos de igual calibre se sucedieran
en el local de Faustino: los intransigentes empezaron a gruñirle y a ladrarle, los
testarudos a rebuznar insistentemente y los más bocazas a cacarearle.
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