El técnico que me arregló el calentador dejó restos; varios cables
serpenteados, hilos de cobre, pequeños tornillos y una especie de carcasa
metálica. No tiré nada. Solo limpié las marcas de suciedad que dejó. Muy pocos
trabajan fino y limpio. Guardé las piezas dentro de una caja y se las di a Diego
para que jugara a ser inventor.
Esta mañana me ha
despertado un rumor de metal. Un sonido agudo, continuado y desagradable; un
chirrido. Provenía de la habitación de Diego. Él ya no estaba. Su padre se lo
ha llevado temprano; todos los sábados tiene partido de fútbol. El ruidito venía
del interior de una caja que estaba sobre su escritorio. Se movía hacia el borde
de la mesa, y, finalmente ha caído al suelo. Era la caja donde dejé las piezas sobrantes
del calentador. Me sorprendí. En su interior había una especie de ratita que se
movía en círculo y rápido, parecía un pequeño armadillo. Al acercarme se hizo
bola y rodó por la habitación. Emitía un zumbido, un ruido punzante, molesto; como
si un grupo de personas hablaran con voz atiplada. Perseguí a aquel cuerpo
esférico por el pasillo, la cocina, el comedor, hasta el lavadero. Se movía
rápido. Allí lo acorralé. Aquel bicho metálico embutido en filamentos tenía la
apariencia de una canica del tamaño de una pelota de ping pon. Su caparazón, de
finísimas escamas, se abrió de repente, y, al acercar mi mano para cogerlo, a
través de unas diminutas alas que le aparecieron de los costados, voló hasta el
interior del termo. Aquel chasis blanco se convirtió en su refugio, en su armadura.
La caldera empezó a susurrar, a emitir ahogadas estridencias que me recordaban
el balar de las ovejas. Me asusté. Di varios golpes a la máquina, incluso
introduje la mano por los huecos inferiores y superiores. Quería sacar de allí aquella pequeña alimaña de acero. El pilotito que mantenía la llama encendida
dejó de hacerlo. Se apagó. Había tenido muchas averías y se obstruía con
facilidad, por lo que siempre estaba avisando al técnico. Los termos de agua están
mal hechos, sobre todo los de gas. Se resfrían, cogen catarros, alergias, todo tipo
de dolencias.
El ruido de tuberías que se proyectaba era parecido
a un griterío desgarrador, a una estridencia humana. Me aproximé a la abertura donde
hacía un momento salía la llamita azul propia de la combustión y, como si de
una mirilla se tratara, arrimé mi ojo izquierdo con cautela. Mi gesto se demudó
por el horror. Vi una horrible boca dentada que expelía un aliento ígneo,
abrasador. Luego grité fuego. Fuego. Y ya no recuerdo nada más. Mi marido dice
que debo acostumbrarme a cerrar la llave del gas, y mi hijo, triste por verme
postrada en la cama, me enseña su nuevo juguete, una pequeña mascota metálica que
puede enrollarse sobre sí misma.
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