Un perro lloraba con demasiada frecuencia. Sus lágrimas no mostraban
tanto su tristeza como lo desamparado que se encontraba. Su llanto se oía
tímidamente por los rincones de la casa. Sin embargo, delante de su amo fingía
cierto entusiasmo; disimulaba su desdicha. Movía la cola y le proyectaba su
admiración. Sabía cómo debía comportarse entre los humanos, aunque él era un
perro muy sensible y le resultaba difícil mantener a raya sus emociones. Su
dueño, un tipo incapaz de percibirlas, únicamente hacía lo que creía: lo acariciaba,
e interpretaba que esas lágrimas de apariencia humana solo podían ser de
felicidad.
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