Una señora desayuna en una cafetería situada frente a la playa. La luz
del sol ilumina su cara y se crea una vista bucólica, tierna. La mujer moja un
croissant en la leche y, temblorosa, se lo lleva a la boca. Luego apoya sus
manos sobre su vientre, una sobre otra, para disimular esa convulsión. Sus
cabellos son de plata, resplandecen con la mañana, y su rostro taciturno se
perfila gastado, curtido de vivencias y recuerdos. Noto cómo hincha sus pulmones.
Suspira tiempo. Sus labios se estremecen. Se aprietan. Intentan esbozar calma, naturalidad.
Un perro inquieto hace que desvíe la mirada. Veo como se acerca a una palmera.
Levanta su patita derecha y mea. Luego mueve la cola y vuelve con su amo. Todo
son paisajes. Contrastes. El horizonte brilla, la playa se llena de sombrillas,
de sombras que respiran, y yo, sentado a pocos metros de estas escenas que ofrece
el verano, me quedo con la fragilidad del ser humano, con la señora, con la profundidad
de su mirada, con esos ojos de gacela que se adentran hacia un lugar en ruinas,
lúgubre, lleno de tinieblas.
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