La velocidad que toma el aburrimiento es frenética cuando se alimenta
de domingos soporíferos. Al día siguiente se va despertando el tedio pegado en
el cuerpo y las descargas que se producen ese lunes por la mañana, si no se
responde a la alarma del despertador –como suele ser mi caso– son: o un platillazo
seco con la puerta o un redoble de cacerola. De nada sirve hacer el muerto en el
fango viscoso de mi cama. Se abre la persiana y arremete una luz que se clava
en los parpados y en la piel. Entonces el grito de Tarzán me advierte de que todo
debe empezar en esta selva de orangutanes. Huele a moho, a naturaleza revenida,
a un aire tan viciado que me traslada a las cloacas del día que asoma. Debo
elegir entre pensar en un trote ligero o seguir en la el sopor de la pereza; en
cantar con bostezos o en abrir el tetrabrik del porvenir que me brinda la
mañana. El cielo está más cerca cuando duermes. Ufff… Otra vez, a lo lejos,
repiquetea eléctrico un pájaro carpintero.
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