Vivir fuera del universo origina una intimidad extraña, una soledad que
nace del interior pero que, curiosamente, no es necesaria llevarla dentro.
Fluye aparte. La sensación es incomparable, pero, sin saber ni cómo ni porqué, se
generan úlceras. Vivir alejado del cosmos es sentir otro aire, otra intensidad.
Es oír un eco que rebota en tus paredes. Es una emoción exótica donde no
intervienen los sentidos. Nunca sientes hambre. No bostezas. Vives contemplando
una negrura que chispea brillos. No hueles. Nada te roza. Flotas. Te pesan los
pies y tienes la mente muy ligera. Todo es profundo, y estás flojo como un
guante, como sin huesos. Relajado. Al principio, vivir fuera de la galaxia es muy
agradable. Quieres quedarte para siempre, y te sientes tan fuera de ti que exclamas:
«¡qué maravilloso es este origen, que extraordinario es estar en estas
tinieblas ajenas a los mundos!». No añoras las civilizaciones ni el futuro, pero
con el tiempo esa felicidad se vuelve tan inaguantable que enloqueces sin darte cuenta.
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