Una suciedad indeterminada del suelo se deslizó ligera como una pluma y
se posó con suavidad sobre el dorso de la mano de un señor, justo en la parte
donde se articula la mano con el antebrazo. El señor observó atento como aquel
cuerpo volátil se adhería sobre su piel blanca. Un trocito de plástico, pensó.
Sus bordes eran ondulantes, oscuros, y su forma irregular, como de chicle
aplastado. Una señora que pasaba por allí le preguntó la hora. El señor, que
estaba sentado en una aireada terraza, frente al mar, a pocos metros de la
playa, dejó de examinar aquel sutil elemento proveniente del pavimento y le
contestó. «Disculpe, no tengo hora; pero no serán más de las 19h.». A la señora
no le gustó aquella contestación. Le sorprendió. «¿Cómo que no tiene hora?», le
replicó algo molesta. «Lo que oye, señora. No tengo hora». El cielo cambiaba a
naranja y el viento tibio de la tarde seguía formando delicados remolinos a
nivel de acera. «Bueno, lo que usted diga», contestó perpleja mientras
mantenía la mirada en la muñeca del señor.
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