Mientras esperaba mi turno en una conocida barbería del barrio pude observar cómo el peluquero intentaba realizar el corte
a un humanoide azul de cabellos límpidos y cabeza semitransparente. Era evidente
que venía de otro mundo, pues sus atributos faciales, además de traslúcidos, tenían
la peculiaridad de desplazarse circularmente por su semblante ovoidal. Así, ojos,
orejas, nariz y boca se movían por ese límite corpóreo como piezas de una
ruleta que no cesaban de voltear, incluida la sedosa pelambrera que intentaba mantener
entre sus dedos. Desesperados resuellos hacían presagiar una ardua tarea que –de
resolverse– reafirmaría el apodo de «manostijeras».
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