Seguía atrapado allí dentro
porque tuvo la genial idea de usar el pestillo interior de la puerta del
armario. No quería que le incordiáramos como otras veces. La mala fortuna hizo
que no pudiera abrirla cuando quiso; se quedó obstruida. Oíamos como la
forcejeaba insistentemente sin éxito, pero no osamos molestarle. Cuando se enfurruñaba
dejaba de hablarnos, nos ignoraba y se encerraba en ese mínimo espacio durante
días. Allí pasó las dos últimas semanas; sin mover ficha. Hasta que una mañana
soleada se me reblandeció el corazón y la
tiré abajo. Y sí, lo encontré demacrado, jadeando, hecho un ovillo.
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