Los pasajeros sabíamos que
aquella sensación de hundimiento no era por los súbitos cambios en la dirección
y la velocidad de las corrientes de aire. El avión temblaba y crujía de otra
manera. Nos precipitábamos. La histeria y los gritos se apoderaron de todos,
menos de la señora que tenía al lado. Con una tranquilidad pasmosa, sacó un
tupperware de su mochila con pollo a l’ast troceado, su aroma era
inconfundible. Empezó a zampárselo en medio de lo inminente y, chupándose los
dedos, me dijo: si la muerte ha de llegar, al menos, que nos coja con la tripa
llena.
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