Una vez consumados los hechos me fui
a casa, procuré olvidar lo sucedido navegando por la red. Martilleaba el ratón como
un telégrafo mientras masticaba insistentemente un chicle sin apenas sabor, mis
piernas bailaban descontroladas bajo la mesa y hacía remolinos en mi barba con
la otra mano. No había obrado bien, así lo dictaba mi conciencia, acabarían atrapándome. Empecé a sudar, a
temerme lo peor, a desconfiar de todo, incluso de la pequeña cámara incorporada
en la pantalla. Desgarré un pedacito de goma de mascar y la adherí sobre ese
pequeño ojo, en astucia y picardía no tenía rival.
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