Algunos libros huelen que
alimentan. Sobre todo los que me deja mi madre sobre la mesita de noche. Desprenden
el aroma característico de su cocido, de su tortilla de patatas recién hecha,
de sus albóndigas o la fragancia de ese caldo que elabora concienzudamente aprovechando
los esqueletos del pollo. Mi nariz se hunde en sus páginas y resucito, me transportan,
me llenan. Alguna vez me he encaprichado con el olor a nuevo de los recién
comprados en librerías, o con el perfume vetusto de los prestados en bibliotecas;
y no están mal. Pero como los de casa, en ningún sitio.
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