Durante los días de bruma
invernal, cientos de gatos callejeros deambulan por las empinadas callejuelas
del núcleo histórico de un precioso pueblo rodeado de mar por todas partes
menos por la que facilita el acceso. Lo hacen tranquilos, sosegados, sintiéndose
los amos del lugar, y dedicando su tiempo a lamer con deleite el salitre que se
adhiere sobre las miles de piedras rodadas que forman el empedrado. Llega el
calor veraniego y algunos turistas incautos osan ennegrecer el suelo sagrado con
marcas de neumático, sin esperar que los feroces mininos se claven frente a sus
vehículos con intención de matar.
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