Soy capaz de oler las humanidades contenidas en este vagón carente de
aire acondicionado. Gracias a Dios, el joven sentado a mi lado huele bien, a jabón
de lavanda. Mientras viajo, desde mi ubicación–coche: 7, plaza: 18
A–, puedo advertir cada uno de los efluvios aromáticos que se liberan. Huelo a manos
sudadas; el tufo de algunos sobacos; la
emanación mentolada del Vicks Vaporub que alguien se ha aplicado; el humo
impregnado en algunas prendas; olisqueo las puntuales ventosidades; las pérdidas
de orina y el flujo vaginal; también el semen; la fragancia de una chocolatina;
el aroma a café que alguien se toma; huelo la miga de pan de algún bocata; la
fragancia de un plátano maduro; un tupperware con comida, creo que es paella; huelo
las cremas hidratantes; los perfumes florales y las lociones para después del
afeitado; el olor a pies; los alientos punzantes de las conversaciones… El
revisor entra en el compartimento, y justo al abrir la puerta, dispuesto con el
aparatito de marcar los billetes, llega a mi sensible olfato un potente hedor a fiambre. Curiosamente,
también huele a sangre y a pólvora.
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