Somos funerables. Todo lo es. Así lo creía el señor que sacaba tiempo
de donde fuera para celebrar ceremonias fúnebres. Le apasionaban. Era tétrico y
misterioso, aunque muy creativo, y prefería los entierros a la incineración. En
su granja dedicaba parte de su tiempo a oficiar sepulturas. Contrataba a
plañideras para los velatorios, ornamentaba las veladas con coronas de flores y,
con su oratoria, ensalzaba el recuerdo de aquellas almas. Lo tenía todo muy
bien organizado. Bajo tierra enterraba las frutas y las verduras que se le
podrían en el frutero, además de todo tipo de alimentos caducados de la nevera
y la despensa; los juguetes rotos o antiguos que ya habían hecho su función los
almacenaba en pequeños nichos; también lo hacía con los electrodomésticos y los
muebles, aunque los sepulcros de estos eran algo más grandes. Todos los objetos
que expiraban, en realidad, los almacenaba en hornacinas que él mismo había
construido en su casa de campo. En esas cavidades sagradas colocaba pequeñas
ofrendas para recordarlos durante toda su vida. Algunos cadáveres, debido al hedor y a su volumetría, los tenía ubicados
fuera, en el establo, en contenedores clasificados por orden alfabético. La
parcela donde vivía era un lugar cercado por altos muros, hermético, sombrío, plagado
de pequeñas cruces clavadas en la tierra; una especie de camposanto, un terreno
sagrado destinado al descanso eterno de todo aquello que tuviera presencia. Hace
unas semanas, el amante de todo lo necrológico realizó sepultura al único gallo
de su corral. Su cacareo era inoportuno, molesto, pues cantaba durante la
madrugada y paraba al alba; tenía los biorritmos alterados. No podía descansar,
así que tuvo que sacrificarlo
Las exequias del animal se celebraron unos días después de su muerte en
el contenedor G. Descanse en paz.
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