Esta mañana, durante treinta minutos, he sido gallina. He picoteado
frutos secos y cereales en el suelo y he incubado la ropa sucia taponando el
bombo de la lavadora con mi trasero. Mi papada se ha convertido en una
protuberancia roja, un lóbulo flácido de carne muerta que colgaba y se agitaba
al son de mi cacareo; mi cabello ha adoptado la forma de una cresta de varias
puntas, igual de roja. He sacado pecho y mi torso se ha vuelto gallináceo, se
ha cubierto de plumas blancas desde el cuello hasta el final de mi espalda. Los
sábados, desde la cama, son los mejores días para pedir deseos. A mí se me ha
concedido el mío, y con solo media hora he tenido suficiente para hacer lo que
hacen estas curiosas aves. Incluso me he lanzado desde la ventana para comprobar
si es cierto eso de que no pueden alzar el vuelo.
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