Estoy enamorado de las azoteas de los edificios porque se enlazan entre
sí y forman un suelo en las alturas, un entramado caprichoso de caminos encubiertos.
Deambulo por esos límites para sentirme en otro lugar; cambio de aires y respiro
una atmósfera limpia que no está viciada por el tufo de las calles. El paisaje
de los tejados se llena de ropa tendida –me encanta hundir la nariz en las
sábanas cuando están recién lavadas–, de calentadores solares, de pararrayos,
de antenas y parabólicas, de cisternas, de columnas, de chimeneas humeantes, de
balaustradas, de conductos de todo tipo… Es un lugar casi futurista, y, en mis
largos paseos, cuando me desoriento o me pierdo me asomo a la calle y enseguida
determino dónde estoy –«Ah, mira, estoy entre la calle tal y tal»–. He
descubierto un trayecto que me lleva directo al trabajo: salto algunos muros,
desciendo por una escalerilla metálica verde, paso por una viga de hierro que
hace de puente entre dos bloques y me sitúa en un techo inclinado de tejas
rojas donde hay una claraboya. Accedo por ella y «voilà», ya estoy.
Dominar las azoteas es conocer las intimidades de tus vecinos. Sus vidas
se suceden en cada planta, en cada vivienda, en cada habitación, y yo, a través
de los patios interiores, encuentro la felicidad con sus historias, que arrojan
voces, privacidad e impensables secretos.
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