Un albañil de la brigada manipuló con tanta torpeza los sacos de
purpurina que, por no manejarlos con la delicadeza requerida, uno de ellos se le
reventó en las manos. Quedó cubierto por las miles de partículas, y su figura
desaliñada cambió a una apariencia elegante, radiante, fulgente. Al obrero solo
se le pedía pastar el finísimo polvo plateado con agua y conglomerante transparente
en la hormigonera; aplicar esa argamasa en los ladrillos vidriados y levantar
las paredes que constituirían los habitáculos destinados a los seres de luz que
año tras año dejaban parte de su fortuna en el pueblo.
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