Belén golpea suavemente mis hombros, y, tonto de mí, intuyo un
acercamiento, una muestra afectuosa de cariño.
«Tienes caspa… ¿por qué no usas
un champú anticaspa? Estoy harta de decírtelo. El gel es para el cuerpo, no
deberías echártelo en el pelo. Hazme el favor… ¿No te das cuenta de que cada
cosa es para lo que es?... No me expliques tus teorías sobre los cabellos grasos,
que te veo venir, y que el gel tiene un PH más ácido en su composición y actúa más
beneficiosamente en el cuero cabelludo. ¡Pero qué milonga es esa! Solo tienes
pajarracos y pensamientos tontos en esa cabezota de chorlito. ¡Pero si eres
prácticamente calvo! Y el poco pelo que tienes aun te genera caspa... Si al
menos te quitaras ese chaquetón negro que te regaló tu madre… ¿No ves que
parece que te haya nevado encima? Siempre lo llevas, y se te llena de motitas
blancas. Qué asco. Deberías tirarlo a la basura, es más viejo que Matusalén.
Está desgastado y parece de mendigo. Yo creo que lo haces a propósito. Quieres
irritarme, enfadarme… vas a volverme loca. Eres un desastre. Tu aspecto me tira
para atrás. No da gusto verte. ¡Arréglate, hombre! ¿Dónde está aquel joven
apuesto y elegante que conocí? Me da vergüenza estar a tu lado y que me
relacionen contigo. Debes tomar una determinación en todo esto. No aguanto más.
Tenemos que hablar. ¡Ya! Pero primero dúchate. Apestas. Esta relación está
yendo hacia unos derroteros tóxicos e insostenibles y las expectativas no son
nada halagüeñas. No podemos seguir así».
Cuando está cabreada por
algo siempre hace lo mismo. Me busca. La conozco tanto… Lo mejor es dejar que
hable y no decir nada, permanecer callado, desconectar y asentir cada cinco
segundos. Luego le pasa. Incluso, a veces, no recuerda nada de lo que me ha
dicho. Es terrible cuando coge carrerilla.
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