Aparto la niebla con la mano, como si fuera una cortina, y entro en una
casa desconocida. Accedo a una habitación circular y me tumbo sobre una cama
mugrienta de humanidad. La última vez alguien me partía con una sierra en tres
trozos. Esta vez es distinto; me ahueco los pulmones y saco hierba fresca para crear
un pequeño prado. Enseguida pastan vacas esqueléticas que eructan vahos de
contaminación, y saltan sobre el colchón imitando a niños tristes. Desde que
algunos hombres vivimos colgados de las lámparas ha nacido una especie luctuosa
que transita a sus anchas por las casas.
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