Un señor enfermo coge la mano de su esposa que está al lado. Le dice
que tiene miedo, que no sabe cómo afrontar sus últimos días. Su mujer lo mira
con afecto, esboza una tímida sonrisa y, desde el silencio, le da un beso lleno
de ternura. «No pienses», le susurra acariciándole la mejilla. La sentida sugerencia
solo pretende aliviar esos duros momentos. Pero el señor no está hecho para
aceptar el final ni para anular su mente de pensamientos. «No puedo, querida.
Es lo único que hago. Pensar. Pienso que podrías mirar en internet qué hacer en
estas situaciones».
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