Cuando la até al árbol fue cuando me di cuenta de que tenía un cabello
precioso. El flequillo le caía sobre sus ojos azules como una cortina de color
avellana, y mil bucles de pelo alborotado dejaban entrever graciosos mechones rubicundos.
Era una melena voluminosa, hidratada, sedosa... Así la noté cuando mis dedos aplanaron
sus tirabuzones y dispuse sobre su testa una manzana de piel amarilla. Su
mirada rabiosa se transformó en una dulce consternación, en un abatimiento
opaco y gris. Se quedó inmóvil como una estatua. Sabía bien que estaba allí
para que yo probara puntería con mi ballesta.
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