Estar en mi pueblo un domingo por la tarde es como no estar en ningún
sitio. Es como pertenecer a un lugar olvidado. Puedo ir desnudo y trotar por
las calles, sintiendo la brisa y la flacidez de mi colgajo. Disfruto de esa
sensación incomparable al subir las pendientes adoquinadas del casco antiguo.
La sangre se mueve, me estimula, y engrandece mi modesto miembro. Lo empina
como la lanza de un épico caballero que va al galope en un corcel invisible. Las
justas con la niebla y la calma son mi mejor desafío. Mi pueblo me pone; permite que viva en paralelo.
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