Un
muchacho bebe con los ojos cerrados del caño de la fuente, como quien da un
beso henchido de sueños. Al fondo, un paisaje idílico: un castillo templario, la
playa y un sol inmenso que brilla en el cielo barrido. La frescura del agua
ilumina su rostro y calma su sed. Se marcha satisfecho, de una correndilla,
pues sus amigos le esperan para seguir jugando a vóley. Ahora es mi turno. Me
huelen las manos a sardina. Y, aunque me las lave, es difícil que desaparezca
el olor a pescado que tanto confunde a las turistas que todos los años acaricio.
Relato finalista en Wonderland el 19/11/2016
Relato finalista en Wonderland el 19/11/2016
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