Tengo cientos de vestidos
hechos de oscuridad. Idénticos. Invisibles a las tinieblas de la noche y acordes
al demonio que llevo dentro. Estreno uno cada vez que brotan de mí pequeñas lombrices
o retumba el lamento de los grillos en mi cerebro, y lo ciño a mi cuerpo como
un guante. Pretendo salvar al mundo después de cenar, a partir de la medianoche,
cuando los transeúntes se convierten en fantasmas y las sombras me seducen para
que conozca el misterio de las calles. ¿Qué he hecho? ¿En qué me he convertido?
Tengo claros síntomas de no pertenecer a este mundo. El tormento interior es
inaguantable, terrible, creo oír voces que no reconozco, y ese infierno que
anida en mis entrañas usa mi voz, mis andares, todo mi ser. Me hace creer que
estoy loca y araña mi estómago con sus afiladas garras. Pero es el cuerpo quien
tiene dolor, no yo. Yo no siento nada. El truco está en que no te importe que
te duela, aunque una hemorragia te inunde por dentro. Estoy segura que una
energía diabólica domina mi alma, mi espíritu. Será la posesión: litros de
sangre embebidos por mis órganos, un comportamiento perverso y una fuerza brutal
que torna mi piel de color fuego.
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